Cartagena.- Un profundo homenaje a San Pedro Claver, hizo en esta ciudad el Papa Francisco en la Homilía del último día de su recorrido pastoral por Colombia, al invocar con vehemencia el sentido profundo de la Dignidad de la Persona y del respeto de los derechos humanos. Condenó severamente a los que calificó de “lacras de la muerte” y el capitalismo inhumano.
El máximo jerarca de la
iglesia católica reiteró en la ciudad heroica su sentido humanitario, su
sencillez, su afecto social y de humildad. Esta es la homilía
en la que se enmarcaron los siguientes temas:
Texto oficial
Cartagena, 10 de septiembre de
2017
“Dignidad de la Persona y derechos humanos”
En esta ciudad, que
ha sido llamada «la heroica» por su tesón hace 200 años en defender la libertad
conseguida, celebro la última Eucaristía de este viaje a Colombia. También,
desde hace 32 años, Cartagena de Indias es en Colombia la sede de los Derechos
Humanos porque aquí como pueblo se valora que «gracias al equipo misionero
formado por los sacerdotes jesuitas Pedro Claver y Corbero´, Alonso de Sandoval
y el Hermano Nicolás González, acompañados de muchos hijos de la ciudad de
Cartagena de Indias en el siglo XVII, nació la preocupación por aliviar la
situación de los oprimidos de la época, en especial la de los esclavos, por quienes clamaron por el buen trato y la libertad»
(Congreso de Colombia 1985, ley 95, art. 1).
Aquí, en el Santuario de san Pedro Claver, donde de
modo continuo y sistemático se da el encuentro, la reflexión y el seguimiento
del avance y vigencia de los derechos
humanos en Colombia, la Palabra de Dios nos habla de perdón, corrección,
comunidad y oración.
En el cuarto sermón
del Evangelio de Mateo, Jesús nos habla a nosotros, a los que hemos decidido
apostar por la comunidad, a quienes valoramos la vida en común y soñamos con un
proyecto que incluya a todos. El texto que precede es el del pastor bueno que
deja las 99 ovejas para ir tras la perdída, y ese aroma perfuma todo el
discurso: no hay nadie lo suficientemente perdido que no merezca nuestra
solicitud, nuestra cercanía y nuestro perdón. Desde esta perspectiva, se
entiende entonces que una falta, un pecado cometido por uno, nos interpele a
todos pero involucra, en primer lugar, a la víctima del pecado del hermano; ese
está llamado a tomar la iniciativa para que quien lo dañe no se pierda.
En estos días
escuche´ muchos testimonios de quienes han salido al encuentro de personas que
les habían dañado. Heridas terribles que pude contemplar en sus propios
cuerpos; pérdidas irreparables que todavía se siguen llorando, sin embargo han
salido, han dado el primer paso en un camino distinto a los ya recorridos.
Porque Colombia hace décadas que a tientas busca la paz y, como enseña Jesús,
no ha sido suficiente que dos partes se acercaran, dialogaran; ha sido
necesario que se incorporaran muchos más actores a este diálogo reparador de
los pecados. «Si no te escucha, busca una o dos personas más» (Mt 18,15), nos
dice el Señor en el Evangelio.
Hemos aprendido que
estos caminos de pacificación, de primacía de la razón sobre la venganza, de
delicada armonía entre la política y el derecho, no pueden obviar los procesos
de la gente. No se alcanza con el diseño de marcos normativos y arreglos
institucionales entre grupos políticos o económicos de buena voluntad. Jesús
encuentra la solución al daño realizado en el encuentro personal entre las
partes. Además, siempre es rico incorporar en nuestros procesos de paz la
experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido invisibilizados,
para que sean precisamente las comunidades quienes coloreen los procesos de
memoria colectiva. «El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es
la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No
necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada
o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un
acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 239).
Nosotros podemos
hacer un gran aporte a este paso nuevo que quiere dar Colombia. Jesús nos señala
que este camino de reinserción en la comunidad comienza con un diálogo de a
dos. Nada podra´ reemplazar ese encuentro reparador; ningún proceso colectivo
nos exime del desafió de encontrarnos, de clarificar, perdonar. Las heridas
hondas de la historia precisan necesariamente de instancias donde se haga
justicia, se de´ posibilidad a las víctimas de conocer la verdad, el daño sea
convenientemente reparado y haya acciones claras para evitar que se repitan
esos crímenes. Pero eso solo nos deja en la puerta de las exigencias
cristianas. A nosotros se nos exige generar «desde abajo» un cambio cultural: a
la cultura de la muerte, de la violencia, respondemos con la cultura de la
vida, del encuentro. Nos lo decía ya ese escritor tan de ustedes, tan de todos:
«Este desastre cultural no se remedia ni con plomo ni con plata, sino con una
educación para la paz, construida con amor sobre los escombros de un país
enardecido donde nos levantamos temprano para seguirnos matándonos los unos a
los otros... una legítima revolución de paz que canalice hacia la vida la
inmensa energía creadora que durante casi dos siglos hemos usado para
destruirnos y que reivindique y enaltezca el predominio de la imaginación»
(Gabriel Garci´a Márquez, Mensaje sobre la paz, 1998).
¿Cuánto hemos
accionado en favor del encuentro, de la paz? ¿Cuánto hemos omitido, permitiendo
que la barbarie se hiciera carne en la vida de nuestro pueblo? Jesús nos manda
a confrontarnos con esos modos de conducta, esos estilos de vida que dañan el
cuerpo social, que destruyen la comunidad. ¡Cuántas veces se «normalizan»
procesos de violencia, exclusión social, sin que nuestra voz se alce ni
nuestras manos acusen proféticamente! Al lado de san Pedro Claver había
millares de cristianos, consagrados muchos de ellos; solo un puñado inicio´ una
corriente contracultural de encuentro. San Pedro supo restaurar la dignidad y
la esperanza de centenares de millares de negros y de esclavos que llegaban en
condiciones absolutamente inhumanas, llenos de pavor, con todas sus esperanzas
perdidas. No poseía títulos académicos de renombre; más aún, se llegó a afirmar
que era «mediocre» de ingenio, pero tuvo el «genio» de vivir cabalmente el
Evangelio, de encontrarse con quienes otros consideraban solo un deshecho.
Siglos más tarde, la huella de este misionero y apóstol de la Compañía de Jesús
fue seguida por santa María Bernarda Butler, que dedico´ su vida al servicio de
pobres y marginados en esta misma ciudad de Cartagena.1
En el encuentro
entre nosotros redescubrimos nuestros derechos, recreamos la vida para que
vuelva a ser auténticamente humana. «La casa común de todos los hombres debe
continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal
y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada
mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no
nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan
descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística.
La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión
de una cierta sacralidad de la naturaleza creada» (Discurso a las Naciones
Unidas, 25 septiembre 2015).
También Jesús nos señala
la posibilidad de que el otro se cierre, se niegue a cambiar, persista en su
mal. No podemos negar que hay personas que persisten en pecados que hieren la
convivencia y la comunidad: «Pienso en el drama lacerante de la droga, con la
que algunos lucran despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación
de los recursos naturales y en la contaminación; en la tragedia de la explotación
laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así´ como en la especulación
financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros
sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y
mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes,
sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable
trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores, en la
esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en la
tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se especula
indignamente en la ilegalidad» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2014,
8), e incluso en una «aséptica legalidad» pacifista que no tiene en cuenta la
carne del hermano, la carne de Cristo. También para esto debemos estar
preparados, y sólidamente asentados en principios de justicia que en nada
disminuyen la caridad. No es posible convivir en paz sin hacer nada con aquello
que corrompe la vida y atenta contra ella. A este respecto, recordamos a todos
aquellos que, con valentía y de forma incansable, han trabajado y hasta han
perdido la vida en la defensa y protección de los derechos de la persona humana
y su dignidad. Como a ellos, la historia nos pide asumir un compromiso
definitivo en defensa de los derechos humanos, aquí, en Cartagena de Indias,
lugar que ustedes han elegido como sede nacional de su tutela.
Finalmente Jesús nos pide que recemos juntos; que nuestra oración sea sinfónica, con matices personales, distintas acentuaciones, pero que alce de modo conjunto un mismo clamor. Estoy seguro de que hoy rezamos juntos por el rescate de aquellos que estuvieron errados y no por su destrucción, por la justicia y no la venganza, por la reparación en la verdad y no el olvido. Rezamos para cumplir con el lema de esta visita: «¡Demos el primer paso!», y que este primer paso sea en una dirección común.
«Dar el primer paso» es, sobre
todo, salir al encuentro de los demás con Cristo, el Señor. Y Él nos pide
siempre dar un paso decidido y seguro hacia los hermanos, renunciando a la
pretensión de ser perdonados sin perdonar, de ser amados sin amar. Si Colombia
quiere una paz estable y duradera, tiene que dar urgentemente un paso en esta
dirección, que es aquella del bien común, de la equidad, de la justicia, del
respeto de la naturaleza humana y de sus exigencias. Sólo si ayudamos a desatar
los nudos de la violencia, desenredaremos la compleja madeja de los
desencuentros: se nos pide dar el paso del encuentro con los hermanos,
atrevernos a una corrección que no quiere expulsar sino integrar; se nos pide ser
caritativamente firmes en aquello que no es negociable; en definitiva, la
exigencia es construir la paz, «hablando no con la lengua sino con manos y
obras» (san Pedro Claver), y levantar juntos los ojos al cielo: Él es capaz de
desatar aquello que para nosotros pareciera imposible, Él ha prometido
acompañarnos hasta el fin de los tiempos, Él no dejara´ estéril tanto esfuerzo.
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1 También ella tuvo la inteligencia de la caridad y
supo encontrar a Dios en el prójimo; ninguno de los dos se paralizo´ ante la
injusticia y la dificultad. Porque «ante el conflicto, algunos simplemente lo
miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder
continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan
prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias
confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay
una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar
sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo
proceso» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 227). Fuente: Prensa de la organización de la visita
papal. Ajuste de texto y diagramación:
Bersoahoy.co
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